Pierna cruzada, abrigo hasta arriba, mirada perdida. El viento atraviesa de derecha a izquierda la estación mientras espero a un bus al que, otra vez, he llegado 20 minutos antes. ¿Quién diseñó un edificio con cuatro paredes donde siempre hace frío? ¿Por qué sigo sin ser capaz de ser puntual? Miro el reloj, vigilo la maleta, miro alrededor, un hombre hablando con su reflejo en el espejo. Cosas de coger un Alsa de madrugada un martes de madrugada, pienso. Por delante, cuatro horas enclaustrado en un asiento de pasillo para llegar a tomar un vuelo que apenas dura una hora y cuarenta. 220 años de existencia del ferrocarril y todavía seguimos rigiéndonos por los vehículos de cuatro ruedas.
Tiempo. Eso es justo lo que me sobra en este largo tramo y al mismo tiempo de lo que carezco para alcanzar a preparar, escribir y leer todo lo que verdaderamente me pide mi cabeza. Por delante cuatro días para los que me llevo preparando meses. Una libreta, decenas de páginas de Word en la nube, notas en el móvil y conversaciones que se reproducen en mi mente una y otra vez como si ya hubieran sucedido. Entrevistas que nunca realizaré, turnos de palabra que no me darán e información que tampoco conseguiré contrastar. Garabateo en mi cuaderno frases pasando del castellano al inglés hasta ser eso una piedra Roseta inteligible. De reojo noto la mirada de la pasajera que está en la otra fila del avión. ¿Quién usa papel y boli en pleno 2023? Chico, cómprate una tablet, sufrirás menos. Trato de seguir a lo mío, buscando focos alternativos para artículos que nunca pasarán de una lluvia de ideas.
Rumbo a París asumes que las estrellas de ambos equipos serán avasalladas por la prensa generalista y las televisiones, así que cambias de objetivo y te pones a plantearte nuevos objetivos. ¿A quién le interesa leer sobre Javonte Green o Kevin Knox? Pero como escritor te convences de que el texto siempre gana, que da igual quién sea el objeto si el envoltorio es bonito y que a todo el mundo le gustan las historias. Tres años después estoy de vuelta en Francia, la última vez que intenté hablar francés Derrick Rose era MVP, pero me engaño pensando que si domino el castellano y el italiano no habrá problemas. Craso error, ni siquiera redactar mi nombre consiguen en el hotel. Nada nuevo bajo el sol. Sé de la importancia que este evento tiene para mí, quiero exprimirlo al máximo, ofrecer cosas diferentes como periodista, salir de mi propia burbuja. La realidad te golpea y te incapacita, de nada sirve quejarse o frustrarse, la burocracia siempre gana.
Entre momentos de enfado, decepción, desilusión y, finalmente, sentido del humor me acuerdo de The Newsroom. Lo bien que plasma esa serie la cara B de los medios, especialmente en lo que tiene que ver con los eventos. A mi mente viene Jim Harper cubriendo la ficticia campaña presidencial de Mitt Romney y su insistente y repetitivo “¿puedo tener 5 minutos con el candidato?”. Una y otra vez. “¿Es posible tener 5 minutos con XXX?”. “¿Va a haber disponibilidad para los medios?”.
En la noche previa al partido descubro la verdadera capital gala. Una rata del tamaño de mi gata cruza delante mío. Espero que, al menos, pague impuesto de circulación. Esperando en la puerta de un local donde dicen que viene Neymar y dentro se encuentran algunos modelos de alta costura noto cómo se me congela todo el cuerpo. ¿Quién me manda salir de noche con lo bien que estaría en el hotel preparando entrevistas que sé que no haré? Dentro, calor, humanidad, nulo espacio personal y música a todo volumen. A las horas salgo de ahí apestando a tabaco. Entre los pantalones campana y el olor siento que he vuelto a 2004.
Al fin, el partido. La gran razón por la que me dedico a esto. La bacanal de cuerpos en movimiento en busca de hacer pasar por el aro una esfera las suficientes veces como para entristecer al rival. Aunque si eres los Pistons muy tristes no están por perder. El premio se pasea por la cancha como si de un trofeo se tratase. Todas las miradas están puestas en ese interminable e imberbe unicornio. La sala de trabajo de la prensa es un lugar a caballo entre una parada de metro y la barra de un bar. Amigos que se reencuentran, editores de vídeo desesperados, novatos descubriendo que la comida ahí es gratis, veteranos “pelando patatas”. Sonrisas, saludos con los ojos, críticas sobre el estado de la liga y la vida y entretanto el gran momento. Me llega el turno de palabra, bastante rápido, extraño que ningún colega estadounidense haya roto antes el hielo. El corazón me va a mil, me dan con el micrófono y me entra la risa, tomo conciencia de que el interpelado me mira y me trabo. Al final sale la cosa bien y la respuesta me sirve. De hecho, su colofón me da esperanzas y razones para creer que lo que he hecho tiene sentido. Algo es algo, pienso. “Que te quiten lo bailao”, me escribe al rato un amigo.
Y al terminar el partido, con los fans felices y todos alegres llega el momento de la última estocada. En un largo pasillo por donde pasan operarios, leyendas, trabajadores, staff y jugadores se agolpan los medios en ese barrizal llamado zona mixta. Dos compañeros chocan. Uno de la televisión y otro de la radio, solo les falta el streamer para tener un frente común a por el que ir. Con unas preguntas preparadas para artículos del futuro y un muro de focos y objetivos me alejo de la marabunta en busca de alternativas. A mi lado Henk Norel, apoyado en la pared casi con idéntica actitud. Dudo de si acercarme o no, si aprovechar el momento para entablar conversación con un comentario gracioso o simplemente presentarme. Al final opto por dejarle en paz e ir a la sala de prensa. Al menos ahí el orden es algo que se impone y eso me calma.
Despedidas, apretones de mano y la esperanza de que la próxima vez habrá mejores oportunidades para hacer tu trabajo. El frío arrecia, está nevando, es de madrugada y hay huelga de transportes. Te alegras de que reservaste el hotel al lado del estadio. Mini punto para el Sergio de noviembre.
Ahora solo queda lo peor, volver.
Pierna cruzada, auriculares puestos, mirada perdida, el tiempo pasa y kilómetros que parece que cada vez duran más. 12 horas para un trayecto que en coche cuesta 10. ¿Habría aguantado mi Golf el trayecto? Quién sabe, eso ya lo descubriré en el siguiente viaje.